925 kms.
Vuelo sobre la ciudad, a esta altura sólo retículas de luz. Manchas asimétricas, libélulas. El tiempo se deforma aquí arriba. De pronto el avión es una cápsula donde un extraño duerme a menos de 5 centímetros de mi hombro. Acá arriba el intersticio, el intervalo.
A 15 minutos de vuelo la retícula se ha transformado en dispersiones de luz enfermiza. La gente empieza a dormir. Los puntos han desaparecido, ya no hay ninguna referencia del "allá afuera". La cápsula ahora está suspendida en la oscuridad. Apenas el sonido de las turbinas funciona como idea de velocidad o movimiento.
Suspendidos en el anonimato, los cuerpos se esfuerzan por extenderse en diminutos asientos de vinipiel. El chico a mi lado es casi un efebo, aún guarda en su rostro detalles de la infancia; intenta dormir, pero su cuello opone resistencia. El hombre del asiento de enfrente recarga su cabeza en la ventanilla, parece que atento intenta escuchar. Los insomnes prefieren leer o tomar café, como sí la vigilia acelerara el vuelo.
Recuerdo el proyecto de Sophie Calle, sleepers (Les Dormeurs), en el cual la fotógrafa invitaba a amigos, vecinos, extraños a dormir a su cama durante una semana, bajo la única condición de que le permitieran fotografiar sus horas de sueño.
Todo el mundo aquí duerme y de pronto recuerdo ese lente que registra, profana y embellece.
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