20090817

agosto 16, 2009


Estoy en un hotel en las afueras de monterrey, lejos de la ciudad, dentro de la nada: desfasada, fuera de centro. De pronto comprendo todo, no es posible asumir tantos cambios con tanta serenidad. Extraño mi ciudad y mi gente, extraño esa que yo soy allá. Extraño no tener que explicarme ante nadie.

Los últimos meses han sido un vuelco: moverme de ciudad, de trabajo, encontrar amigos nuevos, nuevas sensaciones y sabores, nuevas texturas. Como si, de pronto, al despertar abriera los ojos y todo el mundo fuera distinto y la gente me hablara en otras lenguas. Abrir los ojos ante un paisaje desconicido.

Creo que no tuve el suficiente tiempo de despedirme de Tijuana, de sus lugares, de sus baches y más que nada de mi gente. Me faltaron horas, días con cada uno de ustedes y hoy acá en medio de la nada me cae de golpe esa sensación: desear más tiempo, alargar la despedida. Parecido al sentimiento que llega cuando nos acercamos al final de un muy buen libro y entonces preferimos postergarlo, dejar de leerlo indefinidamente porque duele que algo algo de tanta belleza tenga final o porque la dulzura del fin es tan dolorosa como el placer de su lectura.

Debo reconciliarme con el cambio, con la propia ciudad, empezar a caminar sus calles con más gusto y menos desconfianza; abrazar a mis amigos de acá, a los de antes y a los nuevos. Animarme a comprar libros aquí y empezar a hacer mi espacio, the room of our own.


Ya es tiempo.



Gracias Monterrey, gracias Saltillo.





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